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EL AROMA DE UN BREVE AGOSTO
Aquel mes de agosto fue más corto que nunca. Los treinta días pasados en Benidorm se redujeron a uno sólo. De hecho, ninguno de los cuatro recuerda nada de lo que hizo antes ni después del extraño día de los jazmines.
Veníamos de
la playa, cargados con sombrilla, colchonetas y demás enseres para solazarse
junto al mar, cuando sentimos aquel aroma, muy cerca ya de nuestra casita de alquiler.
Era muy fuerte y no dejaba pensar en otra cosa más que en él. Como era
intensamente agradable, en un principio, notamos un placer olfativo, y hasta lo
celebramos como un síntoma del esplendor del verano. Alguien lo relacionó con
el olor de los jazmines. Sí, era muy semejante: dulce, potente, embriagador. El
aroma, tras unos instantes lógicos de permanencia, insistió en adherirse a
nuestras narices, ropas y mentes con una tozudez impropia de cualquier efluvio
natural. Al llegar al edificio, varios vecinos que nos cruzamos constataron el
hecho. Un niño de enormes orejas dijo que era el olor previo a una catástrofe,
pero, naturalmente, no hicimos caso.
Horas
después continuaba igual de intenso aquel extraño e impúdico perfume, de modo
que nadie logró olvidarse de él. Pero lo verdaderamente estrafalario del asunto
es que nos afectó a todos en nuestro comportamiento (al menos ésa es nuestra
hipótesis). Todos nos sentíamos demasiados alegres, suaves, felices, livianos,
entusiasmados con la menor fruslería… así como excesivamente prestos a agradar
al otro, a sonreír, a expandir el corazón a diestro y siniestro. Toda la tarde
reímos sin motivo. El placer que se derivaba de aquel estado de completa armonía
no puedo describirlo.
Yo cubrí de
piropos a mi mujer, sólo deseaba verla contenta, y ella se puso a hacer mi
tarta favorita. Sobra decir que las acaloradas paredes no sabían qué hacer con
tanta sensualidad pegada a su pintura. Desde el balcón veíamos a la gente pasar
ligera, con sonrisas que expulsaban leves globitos rojos al cielo; al darse la
mano, se veía el cruce de dos auroras boreales. Lo más raro de todo es que
contemplar estas anomalías de la realidad nos parecía natural y hasta lógico.
Cada persona llevaba tras de sí un animal distinto en lugar de su sombra, como
si la representara. Nosotros teníamos perros; éramos el clan de los cánidos,
nos dijimos, y nos reíamos mucho con ello, aullando y ladrando como críos de un
parvulario; nuestros vecinos llevaban jirafas.
Éramos
conscientes de que el aroma lo olían todos, no sólo nosotros, e indudablemente
estaba relacionado con nuestros eufóricos sentimientos. Intenté enrabietarme
pensando en los políticos que ninguneaban nuestras vidas, pero fue imposible.
El aroma era terco y podía más que yo. Me dejaba una y otra vez fuera de
combate con su delirante sensación de alegría. Fuimos a celebrar nuestra
maravillosa unión a un bar de la playa, el cúal estaba a rebosar de gente que,
asimismo, compartían sus propias felicidades:
Besos descorchándose, abrazos como prietas
espirales de col, ilusiones de delfín dando brincos en los niños, palabras de
perdón cayendo hasta de las alas de las palomas, polen de risas ascendiendo a
los árboles sobre alas de abejas incansables… Cualquier testigo hubiera
confirmado escuchar un gran concierto de
órgano en sol mayor, que sonaba triunfal por todas partes a partir de un
pentagrama de fraternidad que alguien había trazado para nosotros.
Y el olor,
el olor sin parar tan dentro de nosotros… como si escarbara, como si tomara de
nuestro corazón sólo lo que le era afín.
Todos, esa
noches dormimos con un sueño tan beato y tan profundo que casi nadie oyó venir
el maremoto. La ola se llevó en un instante a los millares de durmientes que
plácidamente soñaban como bebés bien saciados de leche. Todos, rosadamente
subyugados y emborrachados por aquel olor, fueron llevados en los gigantes y
fieros brazos del agua hacia el final de sus vidas.
Pero ni un
solo grito hubo. Ni un lamento. Únicamente agua, mucha agua, que tras el
apoteósico impacto se retiró parsimoniosamente con los cuerpos adheridos,
cubriéndolo todo de un silencio azul y arrollador. Al mirar arriba, vimos una
gigantesca gaviota avanzando sigilosamente por el aire. Nos miró y graznó, pero
su voz era rumorosa, como la de un viento hermoso moviendo millones de hojas de
álamo...
Aquél fue el
prodigio del olor misterioso y del fin de este lugar. No entendemos por qué
razón nosotros despertamos y pudimos verlo todo sin que un solo ladrillo de
nuestra casa se derrumbase. Estábamos intactos como cuatro hojitas de trébol en
mitad de un desierto, pero con nuestras lenguas mudas y llenas de nudos… hasta
ahora, cuando al fin lo contamos.
***
© Volarela para el dibujo y el relato