x Por los caminos

 Este valle es profundo. Pero no profundo respecto a las montañas, sino profundo de encanto.

 Ahí descansan los burros. De entre todos he elegido el negro, el de sumiso vientre colgante. Su cabeza se vuelve hacia mí, y puedo leer en sus ojos el eco de sus pensamientos, como un sonoro rebuzno de agradecimiento que estallara en el pecho de las rocas.

No quiero pesar en su lomo. Quizá mi intención me transforme en libélula. Le abrazo el cuello desmelenado y fresco de negrura; su carne rebosa inquietud, y un temblor cálido la atraviesa. Flanquean mi horizonte sus orejas, dos suaves llamas de terciopelo; y su pelo, su pelo es la caricia del mundo transportándome por los caminos.
Vamos los dos impulsados por la misma sinrazón de vivirlo todo, de tocarlo todo, olerlo todo, recogerlo todo a nuestro paso, claro como una amanecida. Y caminamos en un ligero trote hacia las frescas avenidas mientras el valle desenvaina la pureza de su luz nueva.

Los sonidos se despliegan en abanico sinfónico: aquí una canción de alondra por el aire; allá el dulce crujir de un conejo entre la maleza; a nuestro lado debuta el río, con su garganta afinada con el viaje de las nubes; y aunque no podamos oír el paso del caracol, se adivina un pequeño roce de estrellas tras su rastro.

En el camino dos congéneres se cruzan; otro hombre con su burro. Éste va cargado de leña. El humano nos saluda, y como si nos conociera de toda la vida no cuenta que lleva un hijo recién nacido en el corazón. Se aleja; nos sonreimos. Sus ojos son dos destellos que van cegando a los árboles.

--Ya ves, compañero, la ley de la vida cumple infaliblemente sus planes. ¿Cuál será nuestro plan, quizá pasar por la vida suavemente, siempre caminando? Mi burro me mira, y me parece que ríe como una feliz gaviota.

Luces, sombras, siluetean  la alegría en nuestras almas; y nuestras  formas van cincelándose, poco a poco, en la memoria profunda del valle.