Cartas amarillas (relato)

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CARTAS AMARILLAS



San Petersburgo, 4 de septiembre del año 1937

Te llevaron tan lejos, amor...Nos despedazaron.

Mis lágrimas rodaron, buscándote, a través de estepas, valles de gritos, autopistas locas. Árboles, árboles abrazados se quemaban en mi mente. Corrí por encima de cabezas anónimas, pero no vieron arrasarse la ciudad bajo mi llanto.

Te aferraron manos injustas que yo hubiese transformado en alacranes paralíticos. ¡Oh, mi rabia haciendo jirones lo que queda de mí!


La tristeza sigue agujereando tumbas entre mis jacintos muertos. Orificios sin fondo que voy llenando con tus recuerdos.

Si supieras cómo se disipa mi calor de mujer, de ser humano... Esto es lo que tengo ahora: un río helado engullendo mis pálidos ojos. Miedo. Frío.

A pesar de todo, te espero; nunca pierdo la esperanza, cariño de mi ser. Enciendo una vela cada noche y la soplo suavemente, sin llegar a apagarla. Ella vibra, zigzagueando con mi aliento. Y me figuro que es tu sonrisa bailarina. Con ella duermo. Con ella vivo. Ni toda el agua que me aplasta puede apagarla aquí dentro.


Te ama hasta el límite,

Lena.


*


Perm, 20 de enero del año 1938.


Lena querida.

No sé nada de ti, amada. 
¿Qué ocurre? ¿Por qué no te llegan mis cartas?
Cada día te escribo, pero no recibo respuestas. Espero, con todo mi corazón, que sigas viva. 
Besa mil veces a nuestros hijos a través de mi infinito beso en tus labios. 
Yo no tengo casi fuerzas e intuyo que moriré pronto. He dejado aquí mi cuerpo. Literalmente. Mi vida en este lugar se ha desangrado. Han sido días de tortura, de un dolor tan profundo que casi no me atrevo a mencionar. No quisiera que tú lo imagines, porque sé que entonces te quebraría el alma. Te mataría. Afortunadamente, todo acaba pronto para mí. Ya no espero encontrarte en esta tierra de sufrimientos.
Tu recuerdo, amor mío, me ha seguido siempre, e iluminará mi tránsito. 

Amor, tuyo soy. Y te tengo... tan, tan dentro... Te tengo más allá de todo. 


Sergey


*


Sólo estas dos cartas llegaron a su destino. Después, el silencio como un portazo, se interpuso entre ambos.


Sergey escribió cientos de cartas durante los diez años que duró su tormento en un campo ruso de trabajos forzados. Y cada una llevaba impregnada la huella febril de su añoranza. Pero oscuras manos las interceptaron.

La muerte se apiadó finalmente de él.

Muchos años más tarde, el montón de viejos papeles cargados de sentimientos fue encontrado, casualmente, por un coleccionista de antigüedades en una pequeña librería de viejo. El descubridor de aquellas cartas, impresionado, no pudo hacer menos que investigar acerca de los protagonistas de esta historia, y, finalmente, hacérselas llegar a su verdadera propietaria: la anciana Lena, que aún conservaba viva la sombra de su persona. Porque eso era ahora. Una sombra minada por la soledad.

Pero aún le quedaba un atisbo de fuerza para arrastrarse hacia la esperanza. Y ella llegó. Fue un día, en el que el sol entró por su ventana con verdadera pasión. Aquella mañana un presagio se anunciaba tímidamente, pero con voz de campanilla, blanca y pura; lo sentía por todo el aire, extrañamente calmo.
Un hombre desconocido llamó a su puerta con el gran fajo de cartas. Hablaron, y luego lo despidió, temblorosa como un sauce bamboleado por un viento loco y maravilloso. Y ya en el violáceo silencio de su cuarto, los sobres fueron como cachorrillos tibios, acurrucadas en su falda. Deseaba eternizar el instante de la amada pertenencia. Estaba tan nerviosa... gozosamente tensa. Apenas se atrevió a rasgar los quebradizos sobres. Los olió primero, despacio, e imaginó el paso lento de los dedos se su amado al cerrarlos.
Abrió la primera carta. Reconoció al instante la letra; la vio danzar como fuego en los renglones. Le temblaban los dedos al desplegar cada raída hoja. Sus manos se transformaron en ramas asiendo la luz de una primavera total.

Detuvo el tiempo en cada frase. Vivió los diez años que los separaron.  Leyó en su apretada letra el amor más intenso, la espera más desoladora. Supo de su enfermedad, de su tortura, de su soledad.

Cayeron lentamente de sus manos todas las cartas, una a una, como los trozos de él que había perdido.
Y se le congeló una lágrima, como un diamante pesado, en su mejilla hundida.

En la alfombra, entre el papel desordenado que cayó de su falda, destacaba una fotografía. Era de él, posando, esquelético, pero con su peculiar e inconfundible sonrisa. La que parecía contener siempre un viento juguetón e incansable.

Aquella sonrisa, que ella se empeñaba en recordar cada noche, había vuelto súbitamente a ella, con todo su esplendor intacto, llegando directa a su pecho, como un profundo e inesperado dardo de amor sin límites. Un dardo que había estado viajando en el tiempo, imposible de detener. Cogió la foto y lloró sobre ella. Rió, hasta hacerse de bruma azul...  Y soñó... Soñó que muy cerca estaba él, abrazándola, y riendo también, mejilla junto a mejilla.



***