Idilio imposible




IDILIO IMPOSIBLE


Se giró. Oliverio estaba allí, recogiendo setas. Pero no la veía.
El árbol también se giró, e hizo ademán de seguirla, pero ella le dijo que guardara su silencio acostumbrado.
Silbó en azul intenso, intentando imitar el cielo de aquella mañana. Oliverio se detuvo un instante y cerró los ojos, mientras escuchaba el repentino canto de un pájaro maravilloso.
Ella dejó escapar un suspiro al mirar sus brazos. Él notó una mariposa posarse en su piel.
Un gamo de ojos de lumbre apareció entre las sombras y le miró fijamente. Él intentó acariciarlo, pero huyó. Ella arregló sus cabellos tras la huida. Y guardó en sus pupilas de ámbar la mirada de él, tierna como el musgo que recibe el rocío.
Oliverio tanteó una gran seta bajo un arbusto. Le pareció que tenía el tacto de un seno de mujer. Entonces gimieron las ramas sobre su cabeza, como si un ejército de alborotadas ardillas saltaran sobre ellas.
Ella colocó su mano debajo de la de él. Él sintió su bastón blando como una flor de agua.
Cada vez más estremecido, se acercó al río, en cuya corriente se deslizaba una púrpura hoja desprendida del otoño. La frenó entre sus dedos, y un prolongado beso recorrió todo su cuerpo.

Se sintió dulcemente enamorado. Extraño; enamorado... ¿del viento? Pero debía volver antes de la caída del sol.
Se sintió más viva que nunca; arrebatada; apasionada por un mortal. Pero debía volver. Y lo sabía. Debía.

Oliverio acudió al día siguiente. Y al otro. Y al otro. Mas el bosque callaba. Lánguidamente, retrocedía sobre sus pasos, pensando que todo había sido un sueño.
Mientras, a lo largo de un tronco de secuoya una larga lágrima se deslizaba.


***