Lapidación




Lo que ella no sabía era que no era nadie. Menos que una sombra. Ignoraba que las sombras a menudo son pisadas por los indiferentes. No podía imaginar que hasta la del Everest podía llegar a morir, devorada por la noche, porque su mirada era feliz, e iba atravesando el corazón de las gaviotas más altas.

Lo que ella no sabía era
que unos ojos la acechaban,
ojos afilados como caimanes devoradores de pececillos de plata,
ojos duros como dentelladas de granizo,
hermanos de la ira,
exterminadores de hormigas aladas.

Los que la seguían rebosaban veneno tras sus dientes, y, tras las puertas invisibles que iban cerrándole, rumoreaban:
mujer amante, menos que una sombra, tu destino ha sido sellado, emparedado entre nuestras voluntades.

Lo que ella no sabía...
Volvía contando las nubes que bailaban en los charcos.
Lo que ella no sabía... es que la traición le subía por las piernas y terminaría con la última de sus palabras: ¿Por qué?

Y así fue:
ojos paternos,
ojos vecinos,
ojos legales,
ojos devotos,
ojos cerrados.

Todos tiraron sus piedras. Atroz y definitivo golpe de la realidad cuadrada del fanatismo. Piedras inhumanas brotaron de corazones de piedra. Sus piernas temblaron, su pecho estalló; su alma se derribó, rota en pedazos.
Todos la mataron, y entre todos aplastaron su amor a pedradas, hasta que la sangre brotó de los ojos de los ángeles.