Mi silla es un desierto que arde




Después de caminar cuatro años, al quinto me he sentado. El desierto es mi asiento. Espero sobre una piedra a que llueva. Espero mirando la muerte del suelo arder.No tengo la piel de la tarántula, y duele la quemazón violeta de mi silla; las tórridas nubes disolutas; el océano estático de rocas que ya no esperan... Doscientos pájaros córvidos se han sentado a mi alrededor. El viento se resquebraja en sus picos de sangre seca. En realidad, no sé si son aves o arbustos que chirrían con sus ramas enjutas. Yo, o mi conciencia disuelta en la bruma del horizonte, hace mucho tiempo que me senté. Desmemoriada; soñolienta. Sigo esperando, ya sin conciencia. Un tronco hueco rueda por mi mente. No cesa. Gira sin avanzar, relleno de letargo. Quizá soy larva ignorante, secándome bajo tierra, esperando que se cumpla el tiempo, y el destino me alargue la mano para salir transformada. Ahora me entrego. No me queda ya ni un resquicio de rebeldía. Sólo el amargor de la duda interrumpe mi sueño. Y al abrir los ojos veo la tierra abandonada, hablando consigo misma. Cada vez se arquea más mi columna. Confío en su flexibilidad; en que ceda, aunque acabe convirtiéndome en el fósil de un caracol. Tengo miedo a la desintegración; y no me refiero a la muerte, sino a la que va provocando esta arena que pincha en el rostro, y mina, y agujerea la esperanza, el sentido. Oh, lluvia, lluvia, todavía te aguarda mi piel.



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